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¿Qué estamos comiendo?

¿Qué estamos comiendo?

Polvo de ladrillo en el pimentón, delfín por atún y granos de arvejas tostados entre el café: el fraude alimentario está entre nosotros y no nos damos cuenta.

Polvo de ladrillo en el pimentón, delfín por atún y granos de arvejas tostados entre el café: el fraude alimentario está entre nosotros y no nos damos cuenta.

Por Tomás Linch

Si eres cabrito, mantente frito. Si eres gato, salta del plato. Así rezaba una leyenda que los viajeros solían repetir ante cada comida que les era servida en alguna rotosa taberna medieval de la península ibérica. No es casual, tampoco, que Francisco de Quevedo y Miguel de Cervantes Saavedra hayan incluido entre sus obras la frase "dar gato por libre". Aunque la usemos para casi cualquier cosa, esta metáfora hace referencia a una práctica tan vieja como el arte de la restauración: el fraude alimentario. 
Todos hemos sido víctimas de este engaño y todavía lo somos. Las razones están a la vista: adulterar o modificar un alimento para conseguir un mayor beneficio económico o para simular algún sabor, color o textura en los ingredientes puede ser un excelente negocio. El lechero que pone agua en la leche, el tambero que agrega fécula a la manteca, aceites minerales en el chocolate, arvejas tostadas en el café, puro aceite de oliva hecho de maíz y girasol, polvo de ladrillo en el pimentón para darle color, eglefino sueco por bacalao, delfín por atún, cáscara molida de maní por comino, y así hasta la eternidad. Hay tantas leyendas como fraudes posibles. Los cubanos aseguran que, durante el Período Especial, reemplazaban la carne con frazadas viejas. Hace muy poco fue descubierto un lote de hamburguesas en Irlanda hecho con un 30% de carne de caballo. 
Existen dos tipos de fraudes que deberíamos tener en cuenta: el primero es la adulteración del alimento; el segundo es el falso etiquetado. Hay leyes estrictas para penalizar cambios u omisiones en las etiquetas de los productos industriales. También, está el origen: es normal que se presenten como salvajes pescados que han sido criados en piscifactorías. En vez de haberse comido otros pescados, es probable que durante toda su vida esos peces hayan desayunado alimento balanceado a base de maíz, que fue producido de manera indescifrable. De hecho, es lo que pasa con casi todos los salmones rosados que comemos en Buenos Aires. 
La intensa crítica que padece la industria de la alimentación se centra en una hipótesis: a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando las mujeres comienzan a abandonar las cocinas para incorporarse al mercado laboral y las grandes empresas se hacen cargo de la producción masiva de comida envasada, se transforma de un modo formal el alimento en mercancía. Es decir, la industria que funciona bajo un régimen mercantil y capitalista persigue un objetivo contrapuesto con la idea de la comida: la prioridad de quienes venden alimentos no es alimentarnos sino ganar dinero. 
No me animaría a arriesgar que el engaño está entre los genes del hombre, pero sí que el fraude alimentario se basa en la siguiente premisa: la verdad casi nunca será descubierta por nuestro paladar, y mientras los organismos de control no actúen con fuerza, seguiremos siendo estafados, una y otra vez. 
Polvo de ladrillo en el pimentón, delfín por atún y granos de arvejas tostados entre el café: el fraude alimentario está entre nosotros y no nos damos cuenta.

AL PETRUS, TORO
Hace poco más de un año, el magnate indonesio Rudy Kurniawan fue condenado a diez años de prisión y a pagar una multa de veinte millones dólares y una compensación de veintiocho millones para reparar a sus víctimas. ¿Qué había hecho? Vino trucho. Su modus operandi era brillante: compraba botellas de grandes vinos pero de malas cosechas, por ejemplo un Domaine de la Romanée-Conti 1974. Entonces buscaba algún joven y vibrante pinot noir, hacía su propio blend, tapaba la botella y colocaba una etiqueta falsa de una cosecha excelente. Al combinar la fruta del vino joven con las notas de evolución y el carácter del añejo, conseguía que el sabor se aproximara a la idea de un borgoña que un bebedor exiguo podría tener. Además, obtenía grandes dividendos transformando una botella de doscientos dólares en una de 5.000. Más allá de la falsificación de la etiqueta, Kurniawan jugaba con la propia duda del coleccionista: para los análisis de autenticidad se requiere abrir una botella y la mayoría prefiere no hacerlo. 
"Desayuna como un rey, almuerza como un príncipe y cena como el cocinero que les dio de comer"

Lo cierto es que muy pocas personas pueden diferenciar un Romanée-Conti falso de uno verdadero. Además de tener los conocimientos y el paladar entrenado, se requiere cierta experiencia bebiendo vinos de lujo, lo que reduce aún más el universo de posibles víctimas que logren darse cuenta de la estafa. ¿Cuántos argentinos podemos diferenciar un jamón ibérico de uno serrano? ¿Y un jamón ibérico de cebo contra uno de bellota? ¿Y la carne de ternera con la carne de novillo? ¿Y la de feed-lot con la de pastoreo? Ese es, en efecto, el territorio donde se mueven con comodidad quienes llevan adelante las grandes estafas con la comida: el público masivo. 
Polvo de ladrillo en el pimentón, delfín por atún y granos de arvejas tostados entre el café: el fraude alimentario está entre nosotros y no nos damos cuenta.
  • Ilustración Tony Ganem

PINTURITAS
¿Algunos caldos de verduras tienen grasa vacuna? ¿Los alimentos para bebés tienen azúcar y lecitina de soja? ¿Y cómo se produce esa soja? ¿Conocemos los efectos en nuestro cuerpo del jarabe de maíz de alta fructuosa? ¿Cómo un sistema de control tan exhaustivo admite no publicar la composición química de la bebida gaseosa más vendida en el país? 
En 1999, el director John McTiernan reversionó El caso Thomas Crown, un clásico de Holywood de 1968. En la película, un multimillonario tiene como pasatiempo robar grandes obras de arte en algunos museos de Nueva York. En una de las escenas finales, Denis Leary, el actor que representa al detective a punto de resolver el crimen, expone una frase reveladora. "Para mí son solo unas pinturitas, lo que le pase a un par de ricachones no le importa a nadie, el verdadero problema está en otra parte". Si la industria del vino gasta miles de millones de dólares en colocar chips o poner hologramas en sus botellas para evitar falsificaciones, no es un tema que pueda afectar a muchos. Pero la adulteración de alimentos sí es un problema, ya que se pone en riesgo la salud de los consumidores. Y allí es donde tiene que actuar con severidad la ley del control. 
Según un informe del Parlamento Europeo los alimentos más fáciles de adulterar son: aceite de oliva, pescado, leche, granos, miel, café y té, especias, vino y jugos de frutas. El control legal funciona, pero como en muchas otras cosas, resulta incompleto porque meter gato, parece, es mucho más redituable que servir una liebre. 
http://www.conexionbrando.com/1826423-que-estamos-comiendo
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